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T O P I C    R E V I E W
felix Posted - 02/06/2008 : 18:15:29
Ciudades insostenibles



La batalla por la sostenibilidad se ganará o se perderá en las ciudades, porque, como consecuencia de una revolución incruenta llevada a cabo en los últimos dos siglos, en ellas se ha concentrado la inmensa mayoría de la población. La ciudad, concebida como una población biológica que interactúa con su entorno, no es un ecosistema como algunos bienintencionados pretenden, es más bien un artefacto parasitario cuya construcción y funcionamiento generan una inmensa huella ecológica. Por ello, no deja de ser paradójico que, a partir de una de las creaciones humanas más insostenibles, pretenda conseguirse la sostenibilidad. No obstante, debido a los patrones actuales de distribución poblacional, el futuro del planeta depende del equilibrio ecológico urbano, es decir, de nuestro propio comportamiento frente al medio ambiente. En la primera parte de este artículo me ocuparé de trazar las pautas y las causas del enorme crecimiento urbano al que estamos asistiendo en las últimas décadas. En la segunda, escribiré acerca de los problemas ambientales creados por las ciudades y de un hecho cierto: medioambientalmente hablando, las ciudades son, al mismo tiempo, el problema y la solución.

Los siglos XVIII y XIX estuvieron marcados por la revolución industrial, por el cambio de la madera, biomasa viva, por el carbón, biomasa muerta o fósil. La máquina de vapor sustituyó a la vela, si se me permite sublimar el cambio de era. Era de nuevos combustibles y de prodigiosos inventos que permitieron la llegada a la sociedad de bienes que hoy nos parecen casi naturales: electricidad, telefonía, telegrafía, calefacción, automóvil y tantos otros. La revolución industrial significó también un cambio drástico en los modelos de producción. Del hombre artesano que elaboraba preciosos bienes de consumo, se pasó al obrero fabril, al hombre atrapado por la cadena de fabricación que lo hizo esclavo de la producción y del consumo (véase a este respecto la genial película de Chaplin Tiempos modernos).

El siglo XX fue el siglo de otras revoluciones, algunas muy visibles y de dimensiones épicas, como lo fueron la soviética y la maoísta, hoy extinguida la primera y en proceso de extinción la segunda, y otras prácticamente invisibles pero que continúan en pleno vigor: la revolución demográfica, que cuadruplicó la población mundial; la revolución de la salud, que ha permitido alargar la esperanza de vida en los países desarrollados hasta expectativas casi bíblicas; la revolución tecnológica, primero de los combustibles y luego la del chip y los bytes, que impulsó otra, la de la globalización; y la revolución urbana, contemporánea de la revolución demográfica, que ha dirigido enormes cantidades de seres humanos desde el ámbito rural al urbano.

La migración urbana tuvo sus antecedentes en la revolución industrial del XIX –a su vez iniciadora de aquella merced al crecimiento de las ciudades alrededor de los núcleos industriales requeridores de masas proletarias- una de cuyas consecuencias fue la mecanización, que llegó primero a la industria y más tarde a la agricultura. Donde antes se necesitaban miles de agricultores o de cosechadores, ahora las máquinas imperaban por doquier sustituyendo a los temporeros y a los pequeños agricultores, pues la mecanización del campo requería la transformación de las pequeñas propiedades en gigantescos latifundios que pudieran ser rápidamente laborados por la maquinaria a motor. El campo se despobló; familias enteras iniciaron migraciones internas o externas hacia las nuevas oportunidades que surgían alrededor de los núcleos industriales y de las ciudades que crecían a su alrededor. John Steinbeck, en su novela Las uvas de la ira, describió mejor que cualquier otro el proceso de mecanización del campo y los procesos migratorios, desesperados y traumáticos, que provocó en el anticuado mundo rural.

En el año 1800, cuando la población mundial –según las estimaciones máximas- rondaba los mil millones de personas, sólo un 5% de los habitantes de los países desarrollados vivía en ciudades. Cuando el siglo XX empezó, el 14% de los seres humanos se habían transformado en urbanitas. En 1930, cuando la población mundial se había duplicado con respecto al siglo anterior, sólo una de cada cinco personas –esto es, unos 400 millones- vivía en ciudades. Al iniciarse el siglo XXI, el porcentaje de la población de los países desarrollados que residía en núcleos urbanos había alcanzado el 78%. En España, entre 1960 y 1980, la migración hacia las urbes, hacia las nuevas oportunidades que se abrían ante un cada vez más empobrecido medio rural, supuso en algunos casos –el de Alcalá de Henares es paradigmático, pero existen otros muchos semejantes o de crecimientos mayores- que la población se multiplicase por seis. En 1995, más del 70 por ciento de la población europea y norteamericana vivía en zonas urbanas.

La revolución demográfica continúa hoy día y, por ello, los pronósticos más fundamentados anuncian que, para el año 2020, dos de cada tres personas vivirán en ciudades; o lo que es lo mismo, más de cinco mil millones de personas (el equivalente a la población mundial de 1990) serán residentes urbanos. En poquísimos años, y por primera vez en la historia humana, los habitantes urbanos del mundo superarán a los habitantes rurales. Si bien es cierto que el proceso migratorio en los países más desarrollados se ha amortiguado debido a las nuevas formas de trabajo y a la mejora de los transportes que posibilitan a los nuevos profesionales vivir alejados de las ciudades, la revolución urbana –tal y como la hemos vivido en el Primer Mundo- sigue su incesante pauta migratoria acumulando cada vez más habitantes en las ciudades. Más de 8 millones de habitantes se han incorporado a la Ciudad de México en los últimos quince años; en Sao Paulo 9 millones; en Calcuta 7, y así podríamos proseguir en una inacabable lista. Aproximadamente unas 150.000 personas se suman cada día a la población urbana de los países en vías de desarrollo donde la población urbana crece a un ritmo anual del 3,5 por ciento, mientras que en las regiones más desarrolladas el crecimiento es tan sólo del uno por ciento.

Un criterio muy extendido para expresar la medida del crecimiento urbano es el de "megaciudad", definido como una ciudad cuya población excede los 8 millones. En 1950 sólo existían dos megaciudades: Nueva York, con 12,3 millones de habitantes, y Londres, con 8,7 millones. En 1990 había ya 21 megaciudades, 16 de ellas en el mundo en vías de desarrollo. En 1995, último año del que se disponen censos fiables, se acercaban a 25 (Tabla 1). En el año 2015 las megaciudades serán ya 33, veintisiete de las cuales estarán en los países en vías de desarrollo. Además, han proliferado las llamadas "ciudades millón", entendiendo por tales las que oscilan entre 1 y 10 millones de habitantes (Tabla 2). Para el año 2015 habrá 516, mientras que en 1990 existían sólo 270 ciudades de estas características. También las más pequeñas, en las que vivía más de la mitad de la población urbana mundial en 1990, sufren una prodigiosa explosión demográfica y se ven con frecuencia afectadas por la carencia de inversiones en infraestructuras ambientales y en servicios, debido a que muchos países orientan sus recursos hacia los grandes núcleos urbanos.

Pero, ¿por qué crecen las ciudades? La respuesta es sencilla: porque son una fuente de oportunidades para todos, pero en particular para los más desfavorecidos. Las ciudades crecen porque, por regla general, proporcionan más ventajas, tanto sociales como económicas, que las áreas rurales. Las mayores inversiones derivadas de la urbanización traen consigo unas mejoras sociales, culturales, educacionales y sanitarias que sólo se podrían alcanzar en las zonas rurales mediante unos costes muy elevados. Acceder al agua potable, a redes de saneamiento, a los servicios médicos, a la electricidad, a las redes informáticas y a las oportunidades educativas es mucho más fácil en las áreas urbanas que en las zonas rurales, en muchas de las cuales el acceso es imposible. Como consecuencia, la esperanza de vida es considerablemente más alta y la mortalidad infantil significativamente más baja en las áreas urbanas. (Tabla 3).

Por lo demás, el continuo incremento de la tasa de urbanización en todo el mundo desde la segunda mitad del siglo pasado refleja los enormes cambios que se han operado en la naturaleza y las dimensiones de la actividad económica generada en la totalidad del planeta. El crecimiento urbano está íntimamente ligado al desarrollo económico, aunque es lícito dudar acerca de cuál de ellos alimenta al otro. Los ingresos totales y las rentas per cápita suelen ser más altos en las regiones más urbanizadas del mundo. Las ciudades constituyen el foco principal para el progreso económico. El comercio y la industria se concentran en ellas debido a la gama de economías a gran escala que ofrecen. Las ciudades son extraordinariamente dinámicas y eficientes: optimizan el uso de la energía humana y mecánica, permiten transportes más baratos, facilitan la difusión de productos, ideas y recursos humanos entre los espacios urbanos, suburbanos y rurales y, en un ciclo aparentemente inacabable, el comercio y la industria, a su vez, atraen a los servicios auxiliares y de apoyo necesarios. Todas estas interdependencias otorgan a las áreas urbanas una clara ventaja competitiva para la industria y el comercio, lo que se traduce en ofertas laborales incomparablemente mejores que las producidas en cualquier otro ámbito.

La eficiencia de las áreas urbanas se traduce en notabílisimas mejoras de la productividad. En los países en vías de desarrollo las áreas urbanas producen hasta el 60 por ciento del producto nacional bruto empleando tan sólo a un tercio de la población, lo que inevitablemente se traduce en las pérdidas de expectativas de un gran sector de la población y en el incremento de bolsas de pobreza dentro de urbes aparentemente muy prósperas. Los desequilibrios se dejan notar también en los declives de algunas zonas urbanas. Los movimientos de carácter globalizador no son, ni mucho menos, uniformes. Mientras Barcelona, Ciudad de México, Bangkok o Singapur progresan, otras ciudades (especialmente las más antiguas en la tradición industrial y portuaria como Detroit o Liverpool) se van quedando irremediablemente cada vez más atrás. También dentro del mismo país se acusan las diferencias; Sao Paulo, por ejemplo, se ha configurado como un importante centro mercantil y financiero a costa de Río de Janeiro, antes la ciudad más importante de Brasil. Al mismo tiempo, dentro de las propias ciudades la globalización exacerba la desigualdad en la misma medida que esas desigualdades se van acentuando entre los salarios más altos y los más bajos de los trabajadores.

Las implicaciones ambientales de estos cambios económicos son significativas. Cuando las ciudades compiten entre sí a la hora de atraer fábricas y servicios, los términos de la negociación suelen centrarse en una mano de obra más barata y flexibilidad en lo que se refiere a las prácticas medioambientales cuidadosas. De este modo, y de no remediarse, la globalización conducirá previsiblemente a un mayor deterioro ambiental y a agravar las desigualdades existentes tanto en ingresos económicos como en el acceso a los servicios fundamentales. En cualquier caso, no podemos cerrar los ojos a que la realidad dominante en nuestro planeta es ya urbana y que no es concebible ninguna alternativa a los modelos de desarrollo actuales que no ofrezca respuestas a los problemas planteados por el desarrollo urbano a los que debemos enfrentarnos.

Para desdramatizar el problema ambiental ocasionado por las ciudades, y a falta de soluciones alternativas, se ha recurrido a una especie de fórmula exorcismo, la “sostenibilidad”, la “ciudad sostenible” y el “desarrollo urbano sostenible.”Así las cosas, la pregunta es sencilla: ¿Son sostenibles las ciudades? Como ocurre con tantos otros conceptos que han sido luego banalizados en su uso, el de desarrollo sostenible y todos sus derivados se han ido vaciando de contenido a medida que adquirían prestigio como versiones actualizadas de los términos ecológico o ambiental, igualmente banalizados y desprestigiados. Naturalmente, este abuso terminológico está quedando en mera retórica, en aderezar el discurso –sea cual sea su contenido- con el correspondiente “condimento verde” o “salsa verde”, al margen de las preocupaciones o intenciones reales de quien lo emite. Pero seamos optimistas y aceptemos la idea de sostenibilidad como un concepto vasto, difuso y lleno todavía de contradicciones en el que se concitan todas las reflexiones, propuestas y elaboraciones concebidas a lo largo de la segunda mitad del siglo XX desde los ámbitos más diversos de la ciencia, la filosofía y la ideología en torno a la relación del hombre con su ambiente.

Hace 60 años, el ecólogo norteamericano Eugene P. Odum formuló una hipótesis de trabajo que consistió en considerar a las ciudades como ecosistemas y, como tales, en entes susceptibles de ser analizados, medidos y evaluados con parámetros físicos, económicos y biológicos reales. Como ha ocurrido con otras hipótesis que tienen una envoltura atractiva, se ha convertido lo que era una idea por contrastar en una teoría aparentemente cierta, pero que no resiste un análisis racional. Me gustaría resaltar que lo que formuló Odum fue, científicamente, una hipótesis y no, como algunos creen, una teoría. Para la ciencia una hipótesis es sólo una conjetura hasta que se demuestra su certeza, y para demostrarla es preceptivo emitir predicciones que se deriven de ella y comprobar si se cumplen o no. Cuando mediante la experimentación se comprueban muchas predicciones de una misma hipótesis, se le otorga la categoría de teoría. Mientras que en el lenguaje usual la palabra "teoría" se interpreta como una idea que es posible que sea cierta, en ciencia, por el contrario, sólo se alcanza la categoría de "teoría" hasta que se ha demostrado sobradamente. Y hasta ahora nadie ha logrado demostrar que la ciudad funcione como un verdadero ecosistema.

Recordemos algunas ideas básicas sobre sistemas y ecosistemas. Un sistema se puede definir como un conjunto de elementos entre los que se producen interacciones coherentes y tendentes a un fin. La biosfera y las unidades en que puede subdividirse son un tipo especial de sistemas a los que denominamos ecosistemas. Los organismos vivientes y su medio inanimado se relacionan de manera inseparable e interactúan mutuamente. Cualquier unidad que incluya todos los organismos que funcionan juntos en un área determinada, interactuando con el medio abiótico de tal manera que un flujo de energía conduzca a la formación de estructuras orgánicas y al intercambio de materia entre las partes vivas y no vivas, es un ecosistema. Todos los ecosistemas, incluso la biosfera en su conjunto, son sistemas abiertos: importan energía y materiales del exterior, los transforman en productos y devuelven la energía degradada y residuos materiales al entorno. Aparentemente esto funciona exactamente como una ciudad o como un territorio delimitado política o administrativamente.

La gran diferencia entre las urbes y la mayoría de los auténticos ecosistemas radica en que aquellas no son autosuficientes ni autodepurativas. El gran historiador de las ciudades, Lewis Mumford, las definió como gigantescos hormigueros, y eso son: entes sociales heterótrofos organizados que dependen de grandes áreas externas para obtener energía, alimento, agua o cualquier otra materia. Incapaces de transformar la energía radiante en biomasa como hacen las plantas, las ciudades demandan ingentes cantidades de energía concentrada (electricidad y combustibles, en su mayoría provenientes de recursos fósiles no renovables) y de materiales (por ejemplo, hierro, acero, ladrillos, cemento, madera, asfalto, alimentos) en tasas muy superiores a las que necesitan exactamente para vivir, y, finalmente, mientras que poblaciones enteras de organismos en la naturaleza -los descomponedores- se afanan para separar los desechos y transformarlos en fuente de materia y energía del inacabable ciclo biogeoquímico, las poblaciones humanas son incapaces de transformar adecuadamente sus detritos, emitiendo asombrosas cantidades de residuos sólidos (basuras), líquidos (aguas negras) y gaseosos (contaminantes atmosféricos). Las poblaciones humanas en general y las ciudades en particular, se muestran como auténticos núcleos de parasitismo que hacen su sostenibilidad muy dudosa a medio plazo.

Las ciudades son gigantescos parásitos excretores de humo, residuos y contaminantes. Los productos de las inmensas combustiones urbanas (calefacciones, cocinas, automóviles, industrias y tantos otros) los expulsamos a la atmósfera. Cantidades ingentes de gases contaminantes y de metales nocivos son el subproducto gaseoso de nuestra frenética actividad. Miles de toneladas de residuos son sacados cada noche de la ciudad para que cada mañana repitamos el proceso. Queremos la ciudad limpia y ordenada, sin importarnos a dónde trasladamos el problema. Algo más cuidadosos somos con el agua. El agua limpia y potabilizada que una mañana entró sale cada día negra y contaminada. Hemos domesticado nuestros descomponedores. Gigantescas colonias de bacterias descomponedoras trabajan en nuestras depuradoras, intentando devolver a los cauces aguas con cierta calidad.

Incapaces de aprovechar la energía solar, las ciudades importan energía en forma de electricidad, de gas o de petróleo. Una hectárea urbana consume mil veces más energía que una hectárea rural. En las grandes urbes se consume el 54% de la electricidad del país y más de la mitad del consumo energético español lo realizan las ciudades, lo que representa unos 100 millones de toneladas equivalentes de petróleo. La ciudad se ha convertido, además, en una trampa para el peatón y un lugar donde los coches campan por doquier. Cada segundo que pasa se fabrica más de un automóvil en el mundo. Te duermes, y mañana hay treinta mil coches más. En 2008, existen en España 501 automóviles por cada mil habitantes, lo que significa que en Ciudad Real capital, por ejemplo, ruedan del orden de 35 mil vehículos a motor, que consumen un cuarto de millón de litros de aceite al año. El 40% del transporte (el sector que más CO2 produce) es de tipo urbano, lo que representa el 34% de las emisiones totales de gases responsables de efecto invernadero. Las nuevas tipologías urbanas, tendentes a la dispersión, requieren de transporte mecanizado y dificultan las relaciones de cercanía, vecindad y solidaridad tan frecuentes en los antiguos barrios. La plaza y la calle han perdido su capacidad de comunicar y han pasado a realizar la única función de transportar y canalizar los flujos de tráfico.

La ciudad voraz no es un ecosistema, es un parásito que absorbe todo a su alrededor y provoca enfermedades no sólo en su entorno más cercano sino que las traslada, a veces cerca, a veces lejos, sin que sepamos muchas veces dónde. Por eso, conviene ser estrictos: no formamos parte de ecosistemas. Las ciudades carecen del equilibrio ecológico inherente a los ecosistemas. No son sostenibles. Son entes profundamente insostenibles. Seamos estrictos, pero seamos también conscientes de nuestra responsabilidad como ciudadanos. Seamos conscientes de que cuando se deforesta la superficie de bosque equivalente a un campo de fútbol cada tres segundos, la madera extraída irá a construir ciudades; seamos conscientes de que los petroleros que, de cuando en cuando, vierten gigantescas mareas negras en océanos alejados transportan combustible para mantener nuestras ciudades y nuestros coches; seamos conscientes de que cuando se destruye un paraje natural para construir un embalse se está haciendo para traernos agua y electricidad; seamos conscientes de que el humo o el ozono que nos contaminan diariamente se producen principalmente en los núcleos urbanos; seamos conscientes de que miles de árboles caen a diario para suministrarnos pasta de papel para envolver o para editar periódicos y libros. Seamos conscientes de ello e intentemos poner remedio; tratemos de equilibrar nuestro falso ecosistema. Intentemos corregir al parásito. Fijemos unas pautas de sostenibilidad, con ellas, sin duda, conseguiremos mejorar la ciudad, ese artefacto de la creación del hombre que está, por tanto, fuertemente influido por la condición humana. El ser humano, con su conciencia y a través de su educación, sigue siendo el elemento clave para la transformación urbana si no queremos que un día la ciudad, nuestra criatura, se vuelva un monstruo que acabe con nosotros.





Tabla 1. Las veinticinco ciudades mayores del mundo


Población

(millones)
Tasa de

crecimiento

medio anual

1990-95

(porcentaje)

Tokio, Japón
26,8
1,41

Sao Paulo, Brasil
16,4
2,01

Nueva York, EEUU
16,3
0,34

Ciudad de México
15,6
0,73

Bombay, India
15,1
4,22

Shanghai, China
15,1
2,29

Los Ángeles, EEUU
12,4
1,60

Pekín, China
12,4
2,57

Calcuta, India
11,7
1,67

Seúl, Rep. de Corea
11,6
1,95

Yakarta, Indonesia
11,5
4,35

Buenos Aires, Argentina
11,0
0,68

Tiankin, China
10,7
2,88

Osaka, Japón
10,6
0,23

Lagos, Nigeria
10,3
5,68

Río de Janeiro, Brasil
9,9
0,77

Delhi, India
9,9
3,80

Karachi, Pakistán
9,9
4,27

El Cairo, Egipto
9,7
2,24

París, Francia
9,5
0,29

Manila, Filipinas
9,3
3,05

Moscú, Fed. Rusa
9,2
0,04

Dacca, Bangladesh
7,8
5,74

Estambul, Turquía
7,8
3,67

Lima, Perú
7,5
2,81

Fuente: División de Población de las Naciones Unidas, World Urbanization Prospects, 1994 Revision (ONU, Nueva York, 1995).


Fuente:El Pais, autor: Manuel Lorca.

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